Ficción: “El Libro de Todos los Nombres”

En las noches la oscuridad lo abandona. No hay ceguera ni misericordia en las pesadillas de Jorge Luis Borges.

Sus elementos son idénticos a los de su realidad. Como descubrieron o desearon los cabalistas, la Torá del mundo caído y la del mundo salvado — que es lo mismo que decir el mundo caído y el mundo salvado — fueron escritas con los mismos caracteres. Solo su orden cambia, una diferencia meramente lineal que tal vez sea de difícil percepción para la visión divina. Pero los hombres somos pobres lectores y responsabilizamos por el significado de un texto a la anecdótica ubicación de sus palabras.

Hay entonces en las pesadillas de Borges libros, espejos, laberintos, y tigres. (Aunque el espejo sea un libro, y el tigre un símbolo para cubrir pudorosamente ciertas impotencias del lenguaje.) Pero si las permutaciones a las que pone su firma son muchas su pesadilla es una sola. Los filósofos han observado como una característica de la realidad la pobreza de sus multiplicidades en comparación con los planos de la poesía y la historiografía, pero esta no es más que una observación pedante.

Como sea, pocos hombres hay cuyas ensoñaciones privadas sean más públicas que las de Borges. Tal vez no es fútil contar entonces su pesadilla.

En su pesadilla es nombrado Director de la Biblioteca Nacional, cargo extrañamente subordinado en lo formal al de Presidente de la República. No es un buen Director, ni esperaba serlo, ni se esperaba de él que lo fuera. En esto no radica la naturaleza de la pesadilla. Se esperaba de él que fuese Borges en una biblioteca, y esto le es tal vez inevitable. Inevitable que recorriera los pasillos de su dominio, inevitable que se pensase anciano Minotauro, inevitable que intentase y lograse perderse.

En su pesadilla encuentra entre todos los libros un libro, y en su pesadilla lo lee.

No habla de Borges, ni de Buenos Aires, ni de tigres. Explica con la autoridad de quién no intenta ni quiere convencer un mundo cuyo tiempo y espacio enloquecerían al más herético de los matemáticos. Uno, aún peor, no vacío de intención sino cuya única voluntad efectiva es antigua más allá del concepto del tiempo y maligna más allá de la infantil crueldad humana. Una Tierra de vastas necrópolis transitorias y unos espacios más allá del espacio cuyo horror y caos debieron haber llevado a Platón a alucinar con demencial lucidez una metafísica lo suficientemente errónea y estrecha como para ser habitable.

Borges, en su pesadilla, observa que está rogando por la existencia de un Dios a quien rogar por demencia o al menos olvido.

Despierta ciego, que es lo opuesto a ambas cosas. Más ensayista que académico, acostumbrado al recuerdo imperfecto como forma natural de la cita, tiene sin sorpresa memoria imborrable de cada palabra del libro y claro entendimiento de un lenguaje ya olvidado cuando algunas lunas eran todavía nuevas.

En la oscuridad continúa su vida. Escribe, enseña, continúa permutando los símbolos de sus horas. Cuenta una sola historia, que es exactamente opuesta a la del libro y por tanto la misma. El mundo cambia a su alrededor; Borges cambia sus palabras enunciándolas idénticas en un lenguaje diferente.

Ha olvidado los detalles del rostro humano y no intenta recuperarlos con sus manos. Cuidadosamente, no toca a nadie. Habla sobre alguien llamado Borges. No duda de que a su alrededor está una Buenos Aires de informal trazado y escueta historia y no la indescriptible geometría de una metrópolis de antigüedad geológica, pero le aterroriza lo efímero de sus calles y sus leyendas. Escribe sobre hombres inmortales como si creyese en la existencia de los hombres. Se sabe insuficientemente valeroso para el suicidio, al que sospecha de todas formas ineficaz.

Al dormir abre sus ojos en el familiar laberinto de libros. Busca el centro, por no otra razón que ya haberlo buscado, para leer el libro que no puede no leer porque ya ha leído.

(English version, and more fiction, on Adversarial Metanoia.)